Si caminas por las encantadoras calles de la ría de Arousa y tropiezas con un local vibrante donde las croquetas comparten carta con tartares y ceviches, seguro que alguien te guiña un ojo y susurra: gastrobar Cambados. No es magia, ni el nombre de un nuevo grupo musical indie, sino la última revolución culinaria que se vive entre fogones, servilletas de papel y platos que parecen obras de arte. La sofisticación decidió vestirse con vaqueros y zapatillas, dejar los manteles de lino y las corbatas en casa, y lanzarse a seducir paladares por medio mundo a través de locales donde lo único fijo son las ganas de comerse el mundo a bocados pequeños, intensos y sorprendentes.

Este fenómeno tiene algo de rock’n’roll con alma de chef Michelin. Atrás quedó esa rigidez en la que solo se podía aspirar a la excelencia gastando el sueldo del mes o soportando la presión de saber qué cubierto usar. Aquí, los cocineros son como DJ’s de la cuchara: bailan entre sabores atrevidos, fusionan tradición y vanguardia, y logran que el pulpo a la gallega tenga un affaire clandestino con la quinoa y el tofu. Es lo que pasa cuando uno se siente libre para crear, como ese amigo que te dice que se va a Cambados a un gastrobar “para probar un guiso del abuelo, pero con espuma y toque asiático”. Y lo dice tan serio que terminas acompañándolo, aunque tu abuela todavía no sepa lo que es una reducción de mirin.

Lo más divertido es que la experiencia no es solo para foodies entrenados con paladar de catador profesional. Quien sea asiduo a sentarse en una barra verá en estos espacios el perfecto punto de encuentro: ni hay que hacerse el entendido ni temer meterse en camisas de once varas culinarias. Pides una ración, la compartes, pruebas lo que pide el vecino y, sin darte cuenta, andas filosofando sobre la importancia de la salinidad en una vieira caramelizada. Aquí todo vale porque todo está pensado para el disfrute, sin formalismos ni miedo a experimentar, ni falta de ganas de empaparte de la energía del local.

La chispa de estos templos gastronómicos es esa capacidad de sorprenderte en cada visita. Puedes ir un jueves y descubrir un plato inspirado en la última escapada del chef a Bangkok y volver un martes y encontrarte con un homenaje al recetario tradicional de la abuela, pero con presentaciones dignas de Instagram. Quizás por esto se han convertido en un fenómeno social y demográfico; las generaciones más jóvenes encuentran aquí la experiencia gourmet desenfadada que desean, sin caer en la rutina de lo de siempre. Pero no son ellos los únicos rendidos a los encantos de una tapa reinventada: los clásicos de toda la vida también encuentran razones para quedarse, aunque más no sea por la promesa de un pulpo memorable.

El ambiente tiene tanto peso como la propia cocina; música cuidadosamente seleccionada, mobiliario cómodo pero con clase y una pizca de teatralidad en cada plato que llega a la mesa, todo se conjura para que no solo comas, sino vivas la experiencia completa. Hasta quienes tradicionalmente recelaban de los experimentos culinarios han empezado a relajar la ceja y afilar el apetito, animados por cartas que cambian al ritmo de la inspiración del chef y el producto local, ese que da sentido a cada bocado y que, en Cambados más que en ningún lado, sabe a mar, a brisa y a maestría.

La competencia es feroz, y no es raro oír cuchicheos entre locales compitiendo a ver quién sorprende más, quién arriesga con la fusión más excéntrica o quién convierte el vermut en tendencia diaria por obra y gracia de una carta de cócteles artesanos que haría llorar de emoción al mismísimo Tom Cruise en sus mejores años. Tal vez por eso, este movimiento sigue conquistando a quienes buscan algo más, algo distinto, un viaje sin billete de vuelta en el que cada visita es el prólogo de una historia nueva.

Quizás todo esto explique por qué en ciudades como Cambados el término gastrobar se utiliza ya con familiaridad y una sonrisa cómplice, un guiño al sabor bien entendido, al disfrute sin etiquetas y, sobre todo, a la sonrisa que aparece inevitablemente cuando el aroma desde la cocina te dice que, hoy otra vez, has acertado con el plan. Y no, no hace falta un dress code. Aquí el único código exigido es el del apetito insaciable y la curiosidad afilada, esa que no entiende de edades ni de estaciones del año, solo de ganas de pasarlo bien mientras el estómago y el corazón van de la mano.