Soy conocido allá donde voy como uno de los grandes “dulzómanos” del planeta. Es ver un trozo de chocolate o una tarta y perder el sentido. Un buen postre es capaz de sacarme una sonrisa en el peor día y un capuchino de darme energía en una mañana lluviosa. Pero todo lo bueno se acaba y este año ha estado marcado por la amargura: he tenido que dejar el dulce tras años y años de bendita devoción.
Yo era de los que estaba siempre atento a la lechera recetas de postres. Casi no sé ni freír un huevo, pero si se trata de repostería, dejadme solo en la cocina que saldré con algo rico. Pero mi afición por la repostería, que podría parecer natural teniendo en cuenta mi inclinación por el dulce, no surge de forma tan espontánea.
Y es que soy un poco vago. Nunca me gustó mucho pasarme por la cocina en mi juventud. Mi bendita madre me tenía en un pedestal, al que hubo que poner contrafuertes, porque mi peso fue, poco a poco, creciendo. Pero nunca le echaré la culpa a ella: es mi gen dulzón que todo lo puede. Pero en aquella época, de todas maneras, eran mi madre la que me suministraba mis dosis de azúcar. Alguna vez quiso reducirlas, pero ya era tarde: su hijo estaba enganchado.
Pero ya se sabe, todo acto tiene su consecuencia. Y si te pasas un tercio de tu vida azucarándote llegará un momento en que tendrás que dejar de hacerlo. Mi médico fue claro: adiós a lo dulce durante una larga temporada. Y recalcó bien lo de larga. Ya independizado del reino matriarcal, tuve que aprender por mí mismo a suministrarme cosas ricas y me convertí en un notable repostero. No me perdía ninguna la lechera recetas de postres. Pero el médico fue tajante, así que colgué la manga pastelera… pero solo parcialmente.
Tal era mi “mono” que me decidí a seguir haciendo postres… para que lo comieran otros. Parece masoquista, pero a mí me sirvió. Al menos seguí en contacto con mi amigo del alma: el azúcar.